domingo, diciembre 20

HORACIO QUIROGA Y YO

Obsesión. Me encanta esa palabra.
Prejuicio. Ofuscación. Pesadilla. Obcecación. Ceguera. Alucinación. Testarudez. Error. Fascinación. Fanatismo. Contumacia. Obstinación. Terquedad. Insistencia. Empeño. Tenacidad. Desvelo. Temor. Angustia. Inquietud. Manía. Capricho. Perturbación. Paranoia. Monomanía. Neurosis.

Últimamente es una idea fija. Aunque si he de ser más específica, tendría que decir que se trata de un sueño. Me gustaría poseer conocimientos oníricos, tal vez así podría descifrarlo con mayor rapidez y no desgastaría los pobres filamentos de mis neuronas.
La cuestión es la siguiente: en mis sueños estoy sentada en una mecedora de mimbre, en la galería de una casa ubicada en algún lugar boscoso. Estoy leyendo, o pretendiendo hacerlo. La mirada perdida en el horizonte, espero algo, alguien. En ese momento veo, a una milla distancia, el corretear de dos perros de caza. Detrás de ellos puedo distinguir su esbelta figura; hasta puedo oler el fango que cubre sus botas de lluvia. Él llega con una escopeta al hombro y dos liebres muertas en el otro. Se reclina hacia mí y me saluda con un beso. Siento el sudor de su rostro y el cansancio de su cuerpo; trato de aliviarlo ofreciéndole un vaso de limonada. Lo acepta y lo bebe con ansias, gustoso de sentir el dulce sabor del azúcar en sus labios. Cinco minutos más tarde yace recostado en el piso. El cianuro ya bailó por sus venas y su cuerpo está tieso, morado. Bien merecido se lo tenía el muy cabrón.
Yo retomo nuevamente mi lectura de cuentos de amor, locura y muerte mientras pienso acerca de la delgada línea que separa los tres conceptos.

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